Reflexiones de un periodista

Sunday, November 20, 2005

Réquiem por un profesor de historia

El pasado jueves día 16 de noviembre falleció el profesor Pedro Flores, el principal responsable de mi gran interés por la historia y quien de algún modo encaminó mi futuro cuando yo era un simple adolescente de instituto.

Pedro Flores era un profesor que había heredado el excentricismo de los grandes genios. No era un modelo de comportamiento ni de relaciones públicas. Tenía el gran defecto de decir siempre lo que pensaba, tanto si su opinión era positiva como si era negativa, y normalmente sus apreciaciones valorativas solían ser bastante desagradables, lo que le hacía ser un maleducado. Otro de sus defectos era su misoginía, tal vez por haber recibido una educación cívica propia de otro tiempo, ya que era descendiente de personas de la alta sociedad (su padre había sido cónsul y embajador y su tío un famoso pintor murciano). Su excentricidad le llevó a adoptar a un niño coreano y a ponerle de nombre Alexandro, en homenaje a Alejandro Magno, su personaje histórico predilecto.

Pero ese hombre tan grosero, era un profesor excepcional. Muchos alumnos nos hicimos adictos a sus clases por su forma de contar las cosas. Nunca necesitó apoyarse en un libro o en unos apuntes. Explicaba las clases como la madre que está contando un cuento a su hijo mientras lo mira a sus ojos. Yo me quedaba embobado escuchando como aquel señor (que era capaz de decir de corrido los casi mil nobles descendientes de la rama de los Habsburgo) nos contaba los detalles de la Revolución Francesa o de la Primera Guerra Mundial, de forma mucho más amena que el más cuidado de los documentales televisivos.

Hablar con Pedro Flores significaba estar expuesto a alguno de sus comentarios desagradables; no era raro escuchar de su boca frases que no venían a cuento como “Usted está muy gordo y estar gordo es asqueroso” “Señorita es usted una hortera ¿De dónde ha sacado esa blusa? ¿Del baúl de su abuela?”. Pero, aunque pueda resultar paradójico, aquel profesor se ganaba el cariño de sus alumnos porque siempre procuraba estar cerca de ellos, tanto un lunes por la mañana en el Instituto, como un sábado por la noche en una discoteca. La sensación de protección que nos ofrecía aquel hombre, que debía de estar en torno a los cincuenta años, contrastaba con la indiferencia del resto de sus compañeros. Es más, en alguna ocasión mandó a la mierda a algún colega suyo por defender a un alumno. Pedro Flores era como ese amigo un poco borde, pero que en el fondo aprecias, porque es capaz de enfrentarse a otros por defender tus intereses.

Recuerdo que a mitad de curso me vio por un pasillo y con total naturalidad me conminó a que me fugara una clase de inglés para ir a desayunar con él a un bar cercano. Yo por aquel entonces me había ganado una más que merecida fama de adolescente rebelde, y no dudaba en intervenir en sus clases, pese a estar expuesto a quedar en ridículo al más mínimo error (de hecho la única vez en mi vida que he contestado con malos modos a un profesor fue a él, porque sabía que ese tipo de comportamiento entraba en las reglas del juego).

Nunca se me olvidará aquella charla de más de una hora en el bar que, en realidad fue como recibir una clase particular gratis. Aquel hombre comenzó a hablar de historia sin la obligación de ceñirse a un temario encorsetado y yo me quedaba maravillado escuchándolo. A partir de entonces, todos los días dejaba de asistir a una o dos clases para marcharme a desayunar con él y escuchar como daba un repaso a cualquier tema relacionado con la historia, mientras apuraba un vaso de whisky y consumía un cigarrillo tras otro hasta acabar con su paquete de Ducados. Con el paso del curso, otros compañeros se fueron sumando de forma esporádica a las tertulias, pese a que aquellas charlas implicaban la obligación de ausentarse de otras clases.

Tres años más tarde hablé con él (sin saber que iba ser la última vez porque meses después marchó a dar clase a un Instituto de Estrasburgo ya que su sapiencia llegaba hasta el punto de conocer a la perfección varios idiomas). Era sábado por la noche y como de costumbre se trasladó a la zona de pubs de la costa. Allí estaba rodeado de adolescentes, muy probablemente alumnos suyos. Me acerqué a él, le saludé, hablamos brevemente y acordamos una cita posterior (que nunca se produjo) para recordar viejos tiempos. Recuerdo que cuando me alejaba lentamente, aquel profesor de cincuenta años, tan sabio en sus conocimientos como grosero y maleducado en sus formas me señaló y le dijo a los chicos que estaban hablando con él.

“Ese tío es uno de los alumnos más inteligentes que he tenido en mi vida”

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