Reflexiones de un periodista

Thursday, September 29, 2005

Subsaharianos

Durante estos días numerosos grupos de negros están asaltando las vallas de las fronteras de Melilla y Ceuta con el fin de introducirse en España para buscar una vida mejor. Es muy triste que se produzcan estas situaciones tan desagradables que darían lugar a debates interminables en los que los unos le echarían la culpa a los otros.

Una pregunta que me ha venido a la mente es ¿Por qué se les llama, eufemísticamente, subsaharianos? Obsérvese que en la primera línea del párrafo anterior he mencionado la palabra “negros”, evidentemente, sin ninguna intención racista (líbreme Odín) y bien que lo sabe mi amigo senegalés Maku, sino porque el ser humano ha desarrollado la capacidad de convertir una palabra en un insulto. La acepción ciego (del latín caecus) está mal vista y ha sido sustituida por la palabra invidente, que básicamente significa lo mismo, pero dicho con más cariño. La acepción borracho (no conozco el origen de esta palabra) ha dejado paso a la palabra alcohólico, y el negro (del latín niger) ya no es negro, sino de color ¿De qué color? ¿Amarillo, verde…? Estúpido eufemismo, ¿habrá que cambiar los nombres de algunos países como Níger o Nigeria para adaptarlos a los tiempos del eufemismo?

Bien, desde hace algunos años los negros ya no son negros, ni de color, sino que los negros africanos son subsaharianos. ¿Todos los subsaharianos son negros? Evidentemente no, porque los boers de la República Sudafricana son descendientes de holandeses y los tuaregs del sur del Sahara tampoco son negros. Supongo que la palabra “subsahariano” será algún invento moderno de los medios de comunicación con el fin de dar una imagen más sensible de estas personas. A mi esta palabra me suena aún más peyorativa que la de negro. Por establecer un paralelismo podemos recordar los tiempos en que los españoles y los portugueses emigrábamos a Alemania, Suiza o Francia ¿a alguien se les ocurrió llamarnos subpirenaicos? Bueno sí, el acémila de Alejandro Dumas manifestó que Europa acababa en los Pirineos, pero creo que en los informativos de las televisiones estatales de estos países nunca se habló de subpirenaicos.

El eufemismo nace porque muchos seres humanos utilizan algunas de las palabras que aparecen en el diccionario de la Real Academia de la Lengua de forma despectiva. Basta con darse una vuelta un domingo por un campo de fútbol cualquiera para comprobar que la típica retahíla de insultos con la que los más descerebrados desahogan su frustración está dejando paso a comentarios despectivos y personalizados. Las palabras malsonantes como cabrón e hijo de puta no han sido erradicadas, pero da la sensación de que estos insultos se han convertido en un tópico, y que por eso no causan tanto no hacen daño. Ahora está más de moda el insulto personalizado a la carta que parece que hace más daño. Si hay un futbolista negro en el equipo rival, no se la llama hijo de puta, sino negro, si el árbitro es bajito, ya no es un cabrón, sino un enano...etc.

Lo dicho, para evitar herir susceptibilidades, podemos volver a los años setenta. Si existían Rhodesia del Norte (Zambia) y Rhodesia del Sur (Zimbabwe) ahora Niger podría pasar a denominarse Subsáhara del Norte y Nigeria, Subsáhara del Sur, y ya de paso Mauritania tendría que dejar de ser el país de los moros (tal y como lo denominaron los romanos) y debería pasar a ser Islamania (el país de los islámicos).

Si Sebastián de Covarrubias levantara la cabeza…

Monday, September 26, 2005

El anuncio de Amena

Hace algunos meses leí un libro de Vicente Verdú, altamente recomendable, llamado “El estilo del mundo”. En él este autor analiza los cambios que se han producido en nuestra sociedad en los últimos 15-20 años, y no se refiere a cuestiones que enseguida nos vienen a la cabeza como la adicción al teléfono móvil o a Internet, sino a otro tipo de cambios más imperceptibles como la incorporación del mestizaje a la sociedad en la que vivimos, los cambios en nuestros hábitos de comida y de vestuario, la tensa bipolaridad religiosa de los tiempos en los que vivimos o la posibilidad de que nuestra imagen pueda ser filmada por cualquier cámara fija o móvil.

Una de las cuestiones en las que incide el libro, aunque de forma somera, es la que se refiere a que en la época actual las personas no quieren ser anónimas, sino que quieren un trato personalizado, casi, casi, acorde como el de un personaje público. Por ejemplo un cliente de un banco ya no quiere ser un simple cliente sino que quiere que lo reconozcan por su nombre “Fulano Martínez” o como se llame.

Y no es una exageración porque el mejor ejemplo lo encontramos en ese anuncio espantoso de Amena en el que un coro de gospel llama a las personas por su nombre mientras éstas están realizando algún tipo de actividad. Creo que las empresas se han dado cuenta de ese protagonismo del cliente y que éste quiere ser reconocido por su nombre porque ello aumenta su autoestima.

Yo podría hablar de esto, porque la última vez que estudié una carrera, más o menos el 70% de los compañeros con los que me relacionaba habitualmente, ni sabían, ni saben como me llamo y más de un 90% jamás me llamó por mi nombre de pila. El carisma de una persona depende, entre otras cosas, por la forma en la que te tratan quienes tienes alrededor. Si te reconocen por un hecho determinado, un apellido, un apodo o una descripción física (que tiende a ser negativa) entonces es evidente que no gozas de demasiados afectos.

Supongo que todos somos un poquito ególatras y a todos nos gusta sentirnos protagonistas. Por eso creo que la reflexión que hace Vicente Verdú es acertada y que el fondo del anuncio de Amena también es un acierto, pero se han equivocado con las formas, porque mira que el dichoso anuncio es empalagoso con ganas.

Sunday, September 25, 2005

Tragedias en el primer mundo

Era niño, pero recuerdo como si fuera ayer la explosión de un volcán en la provincia colombiana de Armenia que causó una tragedia espantosa. También recuerdo el devastador terremoto, que un día que coincidió con el de mi cumpleaños, produjo más de 50.000 muertos en otra Armenia, una región de la Unión Soviética enzarzada en una guerra que equivocadamente recibió el nombre de fratricida, con sus odiados vecinos de Azerbaiján, que celebraron el terremoto que afectó a sus vecinos como si fuera una bendición del cielo.

Cuando era niño pensaba que la naturaleza también sabía distinguir entre el primer y el tercer mundo porque todas las tragedias sucedían en zonas de extrema pobreza, y aún hoy en día parece que ocurre lo mismo. Los maremotos no sepultan la pudiente costa monegasca, sino que ahogan a los pobres campesinos que viven en el sudeste asiático, los huracanes bautizados con nombres de personas no arrojan agua (que no es precisamente bendita) sobre Inglaterra, Alemania o Australia, sino que lo hacen sobre Honduras o Guatemala, como hizo el Mitch hace unos siete años y los volcanes no estallan cerca de Nueva York, sino en Colombia o en Indonesia ¿tan elitista es la madre naturaleza?

Pues no, evidentemente la naturaleza no entiende de países ni de regiones, ni de pobres, ni de ricos. El único ser que desde hace algunos siglos ha procurado distinguir entre primer y tercer mundo es el hombre. Por eso un terremoto de gran intensidad en la zona de mayor riesgo sísmico del planeta (Japón) causa muchas menos víctimas y muchos menos daños personales que si se produce, por ejemplo, en Armenia. A mayor riqueza, mejores infraestructuras, y por tanto las personas pueden tener la oportunidad de vivir en lugares más seguros.

La tragedia que ocasionado el huracán Katrina ha sido mucho menor que cualquier otra desgracia similar que ha ocurrido en los últimos años en distintas partes del mundo. Con todo el respeto que me merecen los aproximadamente 1.000 fallecidos, esta cifra es ridícula si se compara con las personas que murieron como consecuencia del terremoto de Armenia o del huracán Mitch. La diferencia radica en que en esta ocasión la naturaleza ha cogido desprevenido a un país tan orgulloso que un día intentó desafiarla ganando terreno al mar. Todas las desgracias no son iguales, ni los muertos tampoco, entre otras cosas porque el hombre ha hecho una distinción tan radical entre primer y tercer mundo que a uno le queda la sensación de que el cadáver de un americano vale más que el de 10.000 africanos. Tal vez sea eso; una sensación personal.

Wednesday, September 21, 2005

Una mujer en el asiento de Hitler

Parece ser que soplan vientos de cambio en Alemania, un país que en su siglo y pico de vida ha escarmentado de los Bismarck, Weimar, Hitler y Honecker de turno. Los alemanes han mirado al pasado, pero no al pasado de otras generaciones, sino al pasado reciente, ese pasado que forjaron ellos mismos a golpe de martillazo derribando un muralla infame que nunca debió existir.

El siglo XX, el más cruento de la historia, se ha cebado con varios países, pero sobre todo con Alemania, destruida, castigada y dividida tras la Segunda Guerra Mundial, porque como en el parto de Medusa las consecuencias de un mundo en tensión hizo brotar a dos “Alemanias” que representaban dos mundos opuestos. Más tarde el muro de la vergüenza convirtió a Berlín en la ciudad de la tensión cosmopolita condenando a sus habitantes a un castigo que Hitler les dejó en herencia. Fue una condena que sus ciudadanos tuvieron que cumplir durante 28 años y que escindió a dos repúblicas hermanas. Durante este tiempo una y otra Alemania representaron el lado más oscuro del que algunos dicen que es el mundo más civilizado, un planeta bipolar que durante tres décadas vivió al borde una guerra que podría haber sido devastadora. Las fronteras naturales y artificiales parecían tan nimias que hubo que inventar imaginarios telones de acero y crear rivalidades absurdas que podían haber desembocado en un tercer desastre mundial. Alemania del Oeste recogió el testigo de la llamada hacia una Europa democrática, y paradójicamente Alemania del Este se convirtió por designación cínica, en un país de nombre falso llamado Alemania Democrática, tan ansioso por destacar a nivel internacional, que en el ámbito del deporte era capaz de obligar a sus atletas a competir embarazadas de dos meses para que su cuerpo segregara más hormonas.

El muro de Berlín se convirtió en una de las mentiras más simbólicas del siglo XX. Su caída no representa ni el inicio de la época del capitalismo de ficción que defiende Giddens, ni la esperanza comercial con la que trata de engatusarnos Pink Floyd, un grupo musical capaz reciclar una canción que habla sobre las deficiencias en el sistema educativo británico en una especie de himno epopéyico sobre la libertad. Nada de eso, la caída del muro de Berlín no es ni el principio ni el final de nada, sino un episodio más de un proceso que se inicia y finaliza en la poderosa Unión Soviética ¿Dónde sino? El punto de partida es la Glasnost, la política aperturista de Gorbachov que permitió, entre otras cosas, que el mundo conociera el desastre de Chernobyl, y el punto y final es la propia defunción de ese monstruoso país plurinacional cohesionado durante décadas por el poder de una dictadura tan influyente que logró atraerse más o menos voluntariamente a los países del entorno, entre ellos la oscura República Democrática Alemana.

Quince años más tarde Alemania vive la época de mayor estabilidad de su historia. Atrás queda un país que durante más de un siglo ha vivido en un perpetuo estado de tensión que ya forma parte del recuerdo. El pueblo ha querido que sea una mujer, Angela Merkel quien continúe con esa labor. Curiosidades de la historia, una mujer va a sentarse en el trono que hace algunas décadas ocupó Hitler.